Estas semanas hemos vivido una vez más los eventos del Orgullo LGTB. No participo. Una persona autista difícilmente se encontrará en entornos de aglomeración, desorden o improvisación. Sin embargo, sí me ha dado que pensar.

Escuchar cómo hace cuarenta años, las personas con enfoques sexuales o de género que se salían de lo establecido eran catalogadas como enfermas (la transexualidad ha sido descatalogada por el CIE11 como enfermedad mental este mismo año), no puede por menos que recordarme que, a día de hoy, la diversidad humana en general, y la neurodiversidad en particular, son consideradas renglones torcidos en la perfecta escritura del ser humano normotípico. Parece mentira que en los más de sesenta años que lleva nuestra sociedad del primer mundo hablando de autismo, no hayamos salido del bucle sanitario, de la concepción del autismo -de los autismos- como algo a disimular, a curar o a erradicar. Toda la investigación se orienta a descubrir un gen, a ser posible de detección prenatal o susceptible de modificación genética para detectar y ¿curar? esa desviación llamada autismo. Se hacen experimentos con ratones a los que se les interviene el cerebro o se le administran sustancias para ver si mejoran en su sociabilidad o si por el contrario se ‘acicalan’ demasiado (clara estereotipia ratonil), buscando una vía que proporcione una pócima que, administrada a la persona autista, la convierta en algo que no es: un normotípico; esto que la sociedad llama ‘una persona normal’.

Y muchos aplauden la idea. Y toda la sociedad se recrea en las bondades de la ciencia que convierte al diferente en igual. Todos quieren matar al extraño llamado ‘autismo’ que secuestra a nuestros hijos para que salga de dentro ese niño que soñaron. Ver frustrado un plan es algo que irrita bastante, que desanima y que requiere un tiempo de reflexión difícil de conseguir en este mundo cortoplacista y que busca un patrón de individuos homogéneo. La sociedad, que somos todos y cada uno, no quiere aceptar a los individuos que son diferentes y con frecuencia propone soluciones orientadas al de enmascaramiento o disimulo, obviando la íntima felicidad de sus niños, jóvenes o adultos. Pensamos que, si estamos satisfechos con un determinado modelo de vida, nuestros hijos tienen que adoptarlo también. Pensamos que, si hacemos a nuestros hijos somos como los demás, estarán más protegidos de los ataques e injusticias. Y no nos damos cuenta de que les condenamos a una vida de negación y de rechazo a su propia naturaleza.

He leído hace poco un artículo en el que se cuenta el testimonio de una madre de un niño autista al que ‘adiestran’ mediante una técnica de entrenamiento conductista – que no por muy usada y hasta reconocida no pone los pelos como escarpias a quienes hemos sido sujetos potenciales de un ‘entrenamiento a la Paulov’- (a muchos le vendrá a la mente un nombre de tres letras, ¡esa es!). Está madre, contenta porque su hijo después de cuarenta horas mensuales – toda una jornada laboral- durante más de un año de entrenamiento había conseguido dirigirse a los niños de su colegio con la frase: ’Hola, ¿cómo te llamas?’ cayó en la cuenta de que su hijo no se paraba a escuchar la respuesta, ni siquiera sabía qué y porqué lo estaba preguntando. Él se limitaba a hacer su parte para recibir el premio o no ser castigado. Tenía una apariencia ‘normal’. ¿Eso era todo?

Hoy en día, a pesar de todos los discursos que se inundan con la palabra inclusión, nos encontramos con que  las personas de las que se sospecha un desarrollo diferente al normotipo, son metidas en la gran batidora de la discapacidad, generadora de millones de euros de negocio, y en la que son sometidos a apoyos, terapias, reformas conductuales sin fin y muchas veces incluso sin pararse a pensar qué necesita la persona; porque lo que prima no es lo que quiere o necesita el individuo sino lo que quiere o demanda la sociedad del pensamiento único: ese que entiende que existen jerarquías entre los humanos y que son aquellos que alcanzan el estereotipo superior los que deben por derecho gobernar el mundo; ese pensamiento que entiende que hay humanos de primera y segunda, el que hace que todo aquel que no responde al patrón debe ser eliminado o utilizado.

Pienso mal. Pienso que, si una buena parte de la gran marea social de los grupos LGTB no hubiera alcanzado cuotas de influencia económica en la sociedad, seguiríamos riéndonos del ‘mariquita’, escondiendo a nuestra hija ‘marimacho’ o sufriendo a escondidas nuestra propia ‘desviación’. Porque esta sociedad globalizada entiende de dinero y es capaz de poner y quitar etiquetas en función de las cuotas de poder económico que manejen los etiquetados. Si de algo han servido estos cuarenta años de lucha creo que ha sido para que el colectivo LGTB haya sido visible en todos los estamentos sociales y, para sorpresa también en la jerarquía superior.

Y aquí es donde me entra una envidia sana. Envidio a los primeros grupos de luchadores que dieron la cara a sabiendas de que se la iban a partir, que salieron del armario en sus trabajos, que demostraron a padres hermanos y amigos que hay muchas formas de amor y de crear una familia. Les envidio el valor y les envidio el reconocerse como comunidad.

Pocos salimos del armario autista. Pocos nos atrevemos a defender nuestros derechos. Pocos enarbolamos la bandera de la normalidad en la diversidad. Tal vez aun no es tiempo, tal vez muchas personas no han puesto nombre a su diferencia, tal vez la indefensión aprendida en la que crecen nuestros niños y jóvenes autistas les lleva a pensar que no serán capaces de llevar a adelante una vida independiente.

Y tenemos asignaturas pendientes. La asignatura del empoderamiento, la asignatura de la autoestima, la asignatura del orgullo. La asignatura, en fin, de decirle a la sociedad que somos muchos y muchas las mujeres y hombres autistas que estamos en las calles, en las aulas, en las empresas, que podemos hablar por nosotros y defender nuestra condición. Sólo falta todos entiendan que es la sociedad y no la persona quien está discapacitada. Que los planes educativos recojan que los niños y niñas autistas tienen derecho a desarrollarse en los contextos naturales recibiendo todos los apoyos necesarios que se requieran; y que hay que dedicar todos los recursos que sean necesarios para que eso se haga realidad. Las legislaciones laborales han de reconocer en plano de igualdad a los trabajadores y trabajadoras autistas, como elementos valiosos que son y a los que se ha de apoyar para su pleno desarrollo profesional.

Cierro con un sueño, tal vez un lema para el próximo 18 de junio (día del orgullo autista):

Las mujeres y hombres autistas, las familias de los niños y niñas autistas queremos no tener que pedir, no tener que defender cada día de nuestra vida, nuestros derechos y nuestra condición; queremos que en todos los contextos en los que se desenvuelve la vida social haya rampas para autistas.

Nota de la Autora.- A pesar de poner en cuestión en este post las investigaciones y terapias existentes en el mundo del autismo, quiero dejar claro que no todas y no siempre perjudican o no benefician a la persona autista, que hay profesionales entregados, éticos y solidarios a los que admirar y acompañar en su trabajo y esfuerzo. Lo que rechazo de pleno es que se siga manteniendo el enfoque de entrenar a la persona autista, de buscar que aprenda a toda costa a estar en una sociedad que no hace ningún esfuerzo por cambiar sus reglas para que todas las personas tengan cabida. Hay profesionales que entienden que esa es la opción, hay padres y madres que también lo ven igual y hay miles de niños, jóvenes y adultos que sufren por ello. También quiero dejar claro que reconozco las dificultades añadidas de las personas autistas con discapacidad intelectual y gran dependencia y que se debe invertir en comprender cómo afecta la discapacidad intelectual a las autistas y dejar de asociar el autismo indefectiblemente a la gran afectación intelectual. 

Carmen Molina

Presidenta de Sinteno

Coordinadora de CEPAMA

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